los añafiles; Oliveros hendía yelmos y cabezas hasta los dientes; Floripes restañaba las heridas de Guy de Borgoña; Roldán trucidaba cabezas de paganos y la giganta Amiota alardeaba sobre la puente de Mantible. Después, cuando la felonía de Ganalón ocasionaba aquel pasaje en que Roldán, agonizando, invoca a Durandal: "¡Oh espada de gran valor, la mejor que nunca fué forjada!" — invadía al anciano un sordo coraje; sus pestañas de algodón se humedecían, y con ojos que esmerilaba el llanto inquiría nuevas del ausente emperador.
Alguien le calificó una vez sus bélicos monigotes de fábulas y pasatiempos. Fué una de las raras ocasiones que lo vieron disgustarse seriamente. Retrepose en el sillón, vibrándole empalidecida la punta de la nariz, titilando enérgicamente los hollejos de sus párpados.
Mentira el almirante Balam?... El gigante Farragús?... Mentira, no? Se figuraban que ni el más sabio de los hombres era sujeto de llenar con falsedades un libro de ese tamaño?
Enojado, astillaba con sus uñas el carey de la tabaquera; y en sus labios, que las canas, con menudo brote, exasperaban como hojas de melonar, escocía el reniego favorito:
—¡Voto á Tristán de Cartas!