Con el frescor matutino desvanecíanse los vapores. La luna descendía acompañada por una estrella, y el alargamiento de las sombras imprimía algo de fúnebre á los objetos.
Preguntados por su arsenal, los forasteros enseñaron sus cuchillos. El viejo sonrió, fuese callado á dentro, y volvió poco después con un regalo para el cantor, según dijo. Los hombres supusieron un pichel de guarapo, dadas la forma y dimensiones del objeto; pero se engañaban. Lo que había enfundado allí era un trabuco de bronce cuyo gatillo agriaba crujidos bajo el pulgar de su dueño. Y con el arma un chifle de pólvora. Para mixto servía el pedernal del yesquero, y á falta de plomo se cargaba con piedras. No como esas tercerolas delicadas de paladar, que sólo aguantaban cartuchos.
Aquel naranjero veterano, con su carraspera de herrumbre en el gañote y una bizma de pita en la culata, escupía á lo demonio cuando llegaba el caso. Poco esbelto era, sin duda; pero ladraba la muerte como un cachorro de cañón. Temblaban entonces los caballos en diez cuadras á la redonda. Tres vidas de hombres cabían en el fulminante abanico de su disparo. Cuando joven, relumbraba en las trifulcas como una alhaja;