chasqueaba limpiamente su colmillo de hierro al montarse sobre la cazoleta, y al regar su pólvora sobre el peligro, parecía un florero de metal coronado por un tulipán de fuego.
Decrépito ahora, sus regüeldos terrificaban aún. Tenía nombre como un perro, se llamaba el Ñato. No se trataba de un naranjero cualquiera; éste no pateaba, y de celoso no sufría una pulga en el oído. Descargado, servía de cachiporra; cebado, era como si llevase uno a la cintura el infierno en una píldora.
Confiábalo al payador, pues no de vicio lo conocía por ladino y aseado de conciencia. Pero no se contentaba con esto, y deseando una despedida digna de su fineza, le regalaría también unos confites de los que solían gulusmear los Doce Pares.
Tosió una risita coja, frunciendo los párpados con la malicia de su traspensamiento; una guiñada le corrió desde el labio a la ceja como un buscapiés, y entre la asombrada gratitud del mozo, hasta la boca le colmó el sombrero de doblones.