de los remeros, saltando de rama en rama, había procurado escamondar los árboles secos; mas desapareció entre chapaleos alarmantes, devorado, al decir de sus camaradas, por los caimanes que infestaban el estero.
Como proejaban, remolcando á la vez una balsa con sus bagajes, adelantaban poco; pero muy luego se infiltró en sus ánimos la sospecha de que los guías trampeaban el juego. Deteníanse á cada momento para pescar, en previsión, decían, de posibles retardos: ventilaban en su lengua prolongadas cuestiones, perjudicando la celeridad de la maniobra; y cuando se los conminaba a explicarse, omitían una respuesta categórica. Maltratarlos, habría comprometido todo en un combate o en una deserción; y así el jefe, aunque muy alarmado, resolvió vigilar durante la noche, absteniéndose de darse por entendido del asunto.
El tercer día, al caer la tarde, las sospechas arreciaron. Ensotábanse con toda evidencia entre ensenadas inextricables, fuera de todo cauce ya, bajo el silencio casi fúnebre de la selva inundada. Solamente un pájaro de trino melancólico gorjeaba a intervalos irregulares, allá lejos en la fronda negra. El agua, al empuje de los remos, burbujeaba con murmullo triste; mangas de mosquitos acaloraban la sangre hasta el furor, y un vaho de