En ese instante retumbaron sobre la vereda los golpes de un bastón, y la vieja, como brotada del suelo, apareció ante sus ojos.
Bajo la harapienta falda estremecíanse con sanguinolenta hinchazón sus piernas que la hidropesía abotagaba; un rebozo apolillado al parecer por larvas de sepulcro, cubría sus hombros y su cabeza, solapándose en un griñón del cual se escapaba una mecha sórdida. Doblada enteramente en dos, sus manos fofas de batracio se aferraban al garrote; y regoldaba más que decía, con un leleo de niño, palabras sueltas, caducando en repugnante decrepitud.
—Quién los veía... tan paquetes! Y los pobrecitos viejos de la patria encarcelados como ladrones, y los negritos de la patria alquilados como animales. Ella venía a mendigarles la libertad — eran hombres como todos, no ofendían a nadie — y si no la otorgaban, se querellaría al mismo Dios de los cielos. No profanasen más el templo convertido ya en establo. ¿Que no los horrorizaba el aspecto de esas nubes cargadas de fuego, con que la Providencia podía decretarles alguna tremenda expiación?...
Verdaderamente, el cielo se enfoscaba otra vez. Llenaba el ámbito de la tarde una silenciosa claridad bogada por nubes de oro. Otras surgían, so-