de una vez, despenar toda la mancarronada. Así había que pagarles ¡infelices! cuando cada uno merecía por lo menos un despacho de sargento!...
Grandes relámpagos lavaban el horizonte. Un trueno reventó con claridad insólita su rotundo borbollón de erres y eles. Abajo, como si lo repercutiera, farfulló un iracundo palabreo. Los jefes altercaban. El hombre de por la tarde divergía, pringando de juramentos su discurso. Replicaban los otros con la carestía de menesteres, y el cuchicheo gargarizaba gruñidos.
—Sin caballos!...
—...ni pólvora...
—¡Estamos...
Tronó por segunda vez, y el nasardo del trueno completó la frase barbotando una blasfemia. Muy lejos, en el fin del río de sombra que era la quebrada, se oyó el alerta sucesivo de las escuchas españolas. La tormenta se descolgaba pantalleando sus resplandores; y urgía una solución, pues con los truenos desasosegábanse mucho los animales, y el pavor de las yeguas paridas aumentaba la inquietud. Por dos veces ya, la caballada habíase aprontado á la fuga, dando el anca al viento, los padrillos al frente, las yeguas viejas detrás; y los