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ante ese abismo que les aullaba á la grupa. Estrechados por los taludes del desfiladero, monteando al azar la res gorda, laceradas sus costillas por los tremendos zarpazos del matorral y dominado á trechos su oleaje de lomos por la erección de potentes cogotes — huían resoplando por sus ollares un alma oscura, arisqueando en la carrera cuyo esfuerzo descuajaba sus cuadriles, acollarados en el ímpetu común que como vena de bronce los enhebraba.

La noche abría ante ellos una abismante brecha, rebotábales el suelo sus pedernales, cañoneaba sus ecos la sierra, y sobre el tropel de los cascos que atabaleaban trabajando la ruina, el trueno rodaba su badajo en la campana negra del cielo.

Embarazada por el estupor de un despertar entre relámpagos, la tropa apenas se apercibía, cuando el desfiladero vomitó su huracán. Como una grande ala avanzó aquello, desviado sobre la hacienda por los tiros que al tanteo estallaron, hendió a inmensas coces, tumbó centinelas y bagajes, aventó el ganado en su barredura que atronaba al unísono con el vendaval. La falda de vocerío aumentaba el espanto, pues eso rodaba con la fatalidad de un bloque. Pasó nublándose de polvaredas ante el enceguecido vivac, temblando el suelo bajo su aluvión de patas, se sumergió en la noche...