tul. Allá, en el campo de oro mate, resaltaban sombrías arboledas. Untadas de oro á trechos ó sopadas en bermellón, aflojando madejas ahora, luego escardando hilazas, desenvolvíanse las nubes con desperezamientos de enormes gatos. Derivaban atraídas al horizonte por un ondeado nubarrón cuyas imbricaciones rezumaban sangre. A algunos cerros verdeábales la punta cuando ya sus faldas ahumábanse de azul. Diluían por el aire un tónico perfume de tomillos y poleos.
El paisaje se contagió con el padecimiento del hombre que agonizaba; respiró su congoja empañando las nubes. La nitidez turquí del cénit aumentaba. Un postrer destello incendió en fugaz flamescencia el bosque. La nube se agrietó abajo como una pared en cuyos calcinados adobes se ampollaban cenizas. Columbróse por la abertura un fondo de llama que abortó en la neutralidad de la noche cadente, dejando por resto un celaje colorado al fin deshecho en doradas pavesas. La melancolía del crepúsculo flotaba como un espíritu, deshauciando esperanzas; y con mayor presura iba invadiendo el gris; cuando por tras de los árboles una vislumbre trócolo en flotante palides vigorizando las siluetas y opalizando con aguadas leches el cielo zafíreo. Era la luna que salía.
A ese tiempo, y aprovechando aquella conjun-