bastro. La obscuridad cubría de vagas sepias sus espaldas reemplazando la cabellera; y alargándose para sostener la rodilla en los enclavijados dedos, blanqueaban sus brazos, trasluciendo las sangrías natas ligeras.
Si alguno llegaba pidiendo noticias ó albergue, respondíale como en sueños, embebecida durante un rato. No lo sospecharon en balde; ¿si no para qué llevaba siempre consigo una piedra imán?...
Garifa con sus vigores montañeses, no la inquietaron los tiroteos que desde algunos días antes reventaban en la espesura; pero esa tarde, mientras se atainaba en un rapacejo, tras la loma y a campo traviesa propagose el combate. Luego las fugas sobresaltaron al bosque; desmelenados jinetes pasaron á raja cincha perdiéndose en el fuego de la tarde; y habíanla torturado mortales zozobras, pensamientos que la soledad convirtió en certeza. Maquinalmente, arregazándose por entre el pencal, trasmontó el otero, como volátil en la absorción del gris vespertino, con su perro adelante. Acababa de oír por primera vez, objetivada en disparos, la voz de la muerte.
El perro rastreaba, precisando la concisión de su pista. Imitaban los árboles fúnebres plumeros. Las vizcachas á la puerta de sus cuevas refunfuñaban gruñidos. Y la muchacha más se sumergía en