Al percibirlo, rumbearon en su dirección. Buscaban un vado precisamente, necesitando con tal objeto hombres del país; pues un turbio caudal aplayábase en aquel álveo cuya profundidad desconocían. Además los criollos, duchos con los animales, sabían las dereceras para lanzarlos mejor y guiarlos en la corriente. En eso consistía el problema, pues ellos nadarían.
El hombre no daba señal de verlos, inmóvil siempre en sus cuclillas. Su cara de feto y su cráneo mínimo, hacían presumir acto continuo al opa; pero no importaba. Cuerdo ó cretino, á sable entendería. Y para empezar, de un cintarazo en la nuca lo auparon. El imbécil se enderezó, todo flacucho entre sus pingajos, lastimosamente chamorro. Reía, y su rostro congelado por la mueca, semejaba un higo en el cual revolvía su mucosa la jeta. Sacudíalo un temblorcillo de congoja, humedeciéndose á la vez sus lagañosos párpados. Hedía como un niño sucio, á costras lácteas y pringue dermal. Primero, sólo contestó con aquella risa; luego, ante la insinuación de algunos pinchazos, gimoteó su farfulla emulsionada en una papilla de eles.
Cóleras negras sublevaban á los soldados. Ese lenguaje baboso, adulteraba quizás importantes revelaciones.