—¡La campana!
Ovillejo, ovillejo.
Cara de indio viejo...
—¡El quirquincho!
Después se pidió al cabo que contara cuentos y éste accedió de buen grado. Mientras al ritmo de su narración desviraba una lonja, otro tostaba folículos de tasi para un apósito de yesca. Los demás, fumando sus cigarros que la cascarrilla aromatizaba, oían meditabundos. El mate era mulso, y por esto, nada más, se sostenía su yerba relavada; pero tan oportuna circunstancia, debíanla á la casualidad. Aquella tarde, cuando abrevaban sus cabalgaduras en el charco vecino, una abeja se levantó del lodo y el cabo la siguió al vuelo. Por allá melificaban muchas, así es que dio luego, en los gajos de una tipa, con la lechiguana. Ese azúcar del bosque paliaba la insipidez de sus mates. Los cuentos se sucedían.
—La que les pasó á los maturrangos una vez!
Después de un temporal que los había ensopado durante dos días, el tercero despejó. Aprovecharon la ocasión para orearse y descansar, tendiendo sus trajes sobre las piedras y colgando sus gorros en unos árboles á cuya sombra se durmieron.