En los ramajes jinglaba un pueblo de monos, alguno de los cuales, más belitre, se robo un morrión; imitaron los otros, y cuando la tropa despertó, la pandilla bellaqueaba allá arriba con los gorros triunfalmente encasquetados.
Momento de ansiedad. Un tiro habría ahuyentado aquellos animales, perdiéndose todo. Por el momento no jugaban, embebidos en el encanto de la trapacería; pero bien se conjeturaba un cambio de semejante actitud en la misma exaltación de su algazara. Por fin un soldado que conocía sus costumbres, ideó el recurso. Había conservado su gorro y gesticulando vivamente para interesar á los rateros, se lo caló. Cesaron los bullicios; cien caritas que las viseras sombreaban, guiñaron con voluble ironía. El soldado trazó con su gorro un saludo grandioso. Imitaron los traviesos; mas como algunos ronceaban todavía, repitió. Levantó el brazo un instante, y de golpe, con iracundo ademán, arrojó la prenda. Al punto un chaparrón de gorros cayó de los árboles entre las carcajadas y palmoteos que celebraron el chasco.
Con exclamaciones que la sorna exageraba, comentaron aquel desenlace; y entre las risas y los retruques, un adagio filosofó, acogiendo la anécdota en su indemnidad burlona:
—Psh...! Más vale creer qu'ir á ver.