viazgos, otros del muerto. Las ropas de éste, planchadas como para la eternidad del día del lavatorio, usábalas ya un advenedizo; y la viuda, á quien habían dado por machorra las comadres, andaba con la barriga á la boca...
Así la comida de difuntos que esperaban tan rumbosa el próximo día de ánimas, quizá paraba en ambigú de casorio...
En esto de las murmuraciones, los perros se echaron á ulular. Espantáronlos; mas, á poca distancia, empezaron de nuevo; y lo mismo por tercera y cuarta vez. En balde colocaron los sombreros de los concurrentes boca abajo: el conjuro no se logró. Algunos notaron entonces que un can desconocido coreaba el lúgubre concierto; y otros que se acercaron, hubieron de reconocerlo al punto. Era el perro del finado!
Un chasquido espeluznó en ese momento á los hombres; pero el alférez, con una mirada á su bota, explicó aquello. Salía por el borde una espiga de chala, y al extraer de ella una hoja que peinaba con su puñal, había chillado...
Miráronse, sonrieron de seguridad, y el que cebaba el mate dulcificó su agua con otro poco de miel.
—... El extraño animal tomó de improviso el trote, llegó al límite del guarda-patio, y como nadie