la crin, bufaba furioso, sentándose en la punta de su cabestro.
Un matorral inmediato se movió; fosforecieron dos ojos en la espesura y un berrenchín de rabia atosigó al hombre: el hedor del tigre!
En un decir Jesús combinó la defensa. Sabía el método de su padre, famoso cazador á quien pagaban en las fincas doce reales por cabeza: un cojinillo en la mano izquierda, el facón bajo, la mirada fija. El animal, gruñendo, avanzaba achatado contra el cazador, que á su vez lo cubría de injurias: Canalla!... por qué no ofendía de frente!
Así transcurrió un minuto inacabable. El hombre, seca la garganta, achicado el estómago, en bocanadas de calor desahogaba la vinagrera del miedo: mas su mirada, siempre fija, seguía conteniendo la agresión, como si de su fondo de cueva brotara un brazo tendiéndose hacia el felino.
Éste se enderezó por fin, rugiendo. El caminante le echó el cojinillo á los ojos; y en tanto que atarazaba ese cuero, lo acribilló á puñaladas.
Pero entonces, pasado el riesgo, percibió junto á su cama al perrito medio degollado y se explicó todo. Habíase arrastrado hasta él cuando olfateó á la fiera; y privado de ladrar por su herida, le zamarreó los cabellos. Eso lo despertó; recordaba claramente. Y ahora, viendo su triunfo, meneaba