la cola, lamía su brazo que el tigre magulló, hablaba con los ojos, á él, su verdugo, desangrándose todavía, agonizando casi...
No era suyo, no le debía otro servicio que un tajo por una mísera pitanza — claro, de hambre qué más iba a hacer! — y sin embargo, le salvaba la vida...
Un bostezo anguló la boca del cabo con exageración tan inoportuna, que á nadie engañó la procedencia del subsiguiente lagrimeo.
El otro seguía. Se puso a curar el perrito, costeándole médica cuando llegó á su lugar; y ya bueno, resulto una maravilla.
Cabrero de su majada, tanto se amaestró á regirla, que cuando se entreveraba con otra, apartaba su rodeo, llegada la hora, á dentelladas y ladridos. De noche tapaba el fuego con el hocico, sin quemarse. Se llamaba Cuál, chasqueando así con su nombre a los que por él preguntaban.
Un orgullo casi paternal embargaba al amo agradecido; y su risa, una risa carnuda de negro, que garbeaba alardes bonachones, devolvía á la plática su amenidad.
Llevaba consigo al animalito desde el comienzo de la campaña. Durante las peleas, metíase a esperarlo en algún hueco; y de ordinario, trepábase á la grupa, sentadito como una muchacha...