Cierto. Acordábanse de aquel cuzco barcino en el cual nadie había reparado hasta entonces, y que retozaba abocardando quiméricas guaridas, ó tuneaba con las perras del camino, muy confiado en su carlanca de tachuelas. Pero el herido hablaba otra vez.
Ahora sabrían por qué abordó con tamaño desatiento la pasada refriega. Era que cuando escaseaban los bastimentos y había combate, le mataba a su compañero un godo para desayuno.
Enderezose sobre un codo, renovada quizá con el movimiento alguna hemorragia, porque su rostro patibulario amarilleó á pesar de la negrura; abrió el poncho que lo tapaba, y apareció el animal afiliado á él como un parvulillo. Miraba un tanto encandilado repapilándose con dejadez de hartura una bocera de sangraza.
Su amo, escarbando bajo la cabecera, extrajo de allí un bulto liado en anchas hojas que despegó. Era un brazo medio roído, cuya mano se mantenía aún, indevorada. Y al gesto nauseabundo que respingó las narices del jefe, la bronca risotada del negro estalló justificándose:
—Qué canejo mi alférez!... A falta 'e pan güenas son tortas!