Coligiendo el número y el paso de las bestias, avanzaba, todavía más sonriente; pues si antes encontró el rastro, ahora lo hallaba, infiriendo de esto una probabilidad. Durante un rato desapareció tras la loma en el valle que la separaba del collado vecino. Él maliciaba ahora algo de eso. Diez rastros distintos implicaban diez mulas diferentes. Nadie poseía por allá ese número; no se trataba de peones, pues. Tampoco eran de sus contertulios, porque ese camino quedaba á trasmano y ellos no pasaban de seis. Seis, y diez las mulas...
Inútil pensar en una arria; éstas preferían el camino real. Luego, no las sacaba él por mulas cargueras, sino montadas, como lo decían claro la rectitud y la equidistancia de sus huellas.
El caballo cabeceaba con ese aspecto sonámbulo que toman las bestias mansas cuando se apriscan en el crepúsculo. Su baba desprendíase en hebras sobre la rastrillada de los misteriosos caminantes.
—Van de dos en fondo... —gruñía sordamente el rastreador, hablando en presente como si pasaran por allí. "Aquí se paran... Aquí trotean..."
A ratos, la vibración de un trueno se propagaba por la tierra, sordamente, como una palabra enorme.
—Y no eran de las mulas del pago las huellas, pues