—Güeno; esperamos tiraos de barriga en el pastizal hasta que se dentró la luna. Y redepente... 'jo'e pucha! les metimos juego a esos campos... Y acabe usté el cuento, coronel!
Le chantó al jefe en la cara su risa gangosa de ñato, empapada en sangre. La jactancia de aquella heroica chiripa afeolo de tal modo, que el jefe tiritó vagamente.
—¿Entonces, tú solo...
—Solito, coronel.
—No mientas!
Los hilos rojos que corrían por su frente trocáronse en dos cascaditas; sus costillares se combaron, y sin hallar respuesta se amorró, gruñendo entre la sangre un viva la patria.
Nadie alzaba tampoco la cabeza. El reo movía distraído sus pies, por entre cuyos dedos regurgitaba un sangriento lodo. Ahora nauseaba un poco, y vagos escalofríos sacudíanle las quijadas. El jefe, casi en secreto, y sin advertir que ya no lo tuteaba, reprochó:
—Qué sabe Vd. de patria?...
El herido lo miró en silencio. Tendió el brazo hacia el horizonte, y bajo su dedo quedaron las montañas —los campos — los ríos — el país que la montonera atrincheraba con sus pechos — el mar tal vez — un trozo de noche... El dedo se le-