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LA GUERRA GAUCHA

Cultivaba su poco de medicina. Cierta vez, tratábase de un tabardillo. La curandera del pago recetó tres dosis de agua barajada y un credo al pie del catre. Mas, el enfermo empeoraba. En eso llegó el sacristán; y como lo interrogaran, preguntó por la receta. Después, aconsejó que siguieran con el agua, pero substituyendo las oraciones; el credo que es cálido, por la salve que es fresca, y el remedio prosperó.

En las comilonas rurales, él había de decentar el pan y bendecir la mesa. Recordábase también en su elogio cierta procesión por él dispuesta en un villorrio, para la semana santa.

Abrían el cortejo rústicas Magdalenas cirio en mano y coronadas de cactus que punzaban lastimándolas. Los perros terrificaban con sus aullidos aquella escena que las luminarias envolvían en su amarillento claroscuro. Seguía á esa banda otra de flagelantes con las camisas desgarradas á azotes que les administraban en unas ermitas de caña dispuestas sobre el trayecto. Después, en su ataúd de cristales venía el Nazareno, con un albuminoso color livideciendo en excesiva cianosis, sus rodillas violetas y su triple gota de sangre sobre la frente. Alrededor, bullían los feligreses; y al fin, en otro grupo como de enormes murciélagos, penitentes aspados y cubiertos de negros capuces. El vaivén de los ma-