Viéndolo por los claustros, con sus alicates de encadenar camándulas entre los dedos; ó en su celda donde un gato viejo como él le mayaba bienvenidas, nadie sospechaba al atleta de antaño. Fruncido de arrugas, vago su rostro, pues escaseaba de cejas; canoso el cerquillo, escarpados los pómulos, acumulándosele en joroba su antiguo vigor, sólo sus muñecas, en las que arraigaban nudosos pulgares, expresaban algo aún. Las beatas le aborrecían y los perdidos le adoraban. Confesor, careciera de penitentes; lego, sobrábanle compadres.
La invasión española acabó con su serenidad. El desasosiego de las gentes, el olor de la guerra, el país desolado, tradujéronse en su espíritu por una inquietud harto análoga al amor. Su mundo se transformaba. Los árboles, las piedras, los arroyos, asumían una especie de personalidad que emparentaba con la suya. Asaltábanlo oscuros deseos cuyo solitario aborto engendraba lúgubres displicencias.
En tanto, iba despoblándose la ciudad. Todo su carruaje disponible, arrastrado al poder de mulas ó de bueyes, transportaba familias y equipajes. Una tarde partieron los últimos, ocuparon los godos la ciudad, y previa una conferencia del sacristán con el caudillo gaucho, cambiaron de voz las campanitas de la patria.