El gaucho disgustose en breve. Empalagábalo ese paternostrero. Y cierto día, atracándolo por ahí, lo disuadió con dos argumentos. Desistió entonces el beato; y á poco el joven se ausentaba en expedición.
Apenas ido, una fuerza española se encerró en el lugar. Alojose su jefe en el presbiterio, citando á las mujeres para tomarles declaración. Lo de siempre: nada sabían. Replicaban en un pronto, con osadía tal que maravillaba á los chapetones. La mujer del caudillo compareció también. Lo mismo: nada y nada. Sólo recordaba que una vez les participó el licenciado ciertas cosas de un rey inca...
El oficial se inmutó. Y su marido qué opinaba de eso?
Psh! Su marido chanceó con la tontería. A él no lo habían de embaucar así; para gobernarlos bastaba el comandante Güemes, hijo del país, respetado por ellos, padre de los pobres. Qué reyes ni qué demontre! Canalladas de los letrados porteños! Así argumentaba su marido.
Sin un melindre lo espetó, como quien se desbasta de una postema. Apresáronla por ello, y quedó con centinela de vista en la casa parroquial cuando los godos se replegaron á su columna. La muchacha, encinta de seis meses, enfermó con el atropello.