En el derruido suburbio maniobraban los últimos batallones.
La radiación solar circuía en fuego su cabeza. Serenábase su frente y el júbilo predecía venturas.
Pura luz era lo que se vanagloriaba en su elación. Ideas, no sino grandes y por la patria; recuerdos, todos de proeza; inspiraciones, las del triunfo, prescribiendo á sus rivales en desquite magnánimo, á manera de perdón, la comunidad de los laureles. Inauguraba la libertad allá en su monte, resarciéndose de la adversidad con la victoria. Sólo dos podían gloriarse tanto: él en los Andes del norte; en los del occidente el Otro...
Y después, cumbres. Tales pujando á mogotes; cuales redondeándose en domos. Ora pobladas de fronda oscura; ora en verdes de esteatita, con una suavidad casi voluptuosa, pubesciendo en sus pliegues, como en ingles sombrías, la densidad de los jarales. Y cumbres siempre, cumbres en torno, cumbres en el horizonte, como si al bienvenirlo, todo aquel suelo, de un solo bloque, se erigiera en montañas. Y en comba prodigiosa, restallándolas con fulgurante vuelo, una sobre Chile, sobre ambos Perús la otra, tendidas al sol las alas de la guerra que emplumaban sables deslumbradores. Ya en el pasado, los estandartes hostiles sobre cuyo paño desplegábase fieramente en sautor el aspa