teaban desesperadamente en el aire; y de abajo, en media lengua que la infancia y la aspereza dialectal degeneraban, se le oyó chillar como un cabrito degollado:
—¡No, tatita... no... io shabo shel güeno!
El terror consiguiente, eliminó todo intento de protesta. Fuera, apelotonado contra la pared, lloraba el niño. La vieja se acuclilló á su lado, mentón sobre las rodillas, las manos trabadas en torno. Cargábansele hacia abajo los carrillos como una masa de cobre que restringía en tufos el lendroso pelo. Y entre soponcios, hibridaba de quichua una invocación de la cual percibíase el "Dios padre, Dios hijo":
—Dios yaya, Dios Churi...
Así por fuera; mas por dentro saturábase de ponzoña. Ráfagas de odio devastaban su corazón; su ancianidad miserable palpitaba en esta idea: avisar á los hombres reunidos en la pulpería cercana, imponerlos del talión que la tormenta clamoreara en su oído.