escribieron dos prolongadas vírgulas; y al endurecerse en la última convulsión, su endeblez se ahusaba — pobrecito! — como triste candileja que gasta en suprema oblación su resto de llama.
La muerte heroica lo acuñaba en su bronce. Entraba á la gloria al poder de su sacrificada inocencia, sahumado por la fragancia del bosque, bajo la tarde que lo ungía de inmensidad celeste. De aquella pobre camisita volose algo irreal como la sombra de un suspiro. Los hombres lo notaron y una ráfaga de bravura barrió de sus frentes el estupor infame. Frenesíes de coraje enconaban sus corazones. Semejante muerte aparejaba un torcedor irremisible.
Montaron algunos. Las espuelas del abuelo repicaban en sus talones, pues se estremecía como si le diera el viento, y su encono los poseyó.
¡Arriba, al bosque de los acechos mortíferos donde la guerra se rebozaba de espinas y de fronda! Arriba, lanzas! Arriba, sables!
Los caballos piafaban sonoros como bronce, salpicando su espuma sobre el niño.
¡Arriba, al combate orquestado de alarido, á las cargas contra el godo que les asesinaba su niño patriota! Arriba, sables! Arriba, lanzas! Y parecíales que al arrancar, se llevarían por delante el cielo con las cabezas.