se transformaban en tigres capiangos — cada cual le reconocía rasgos de padre. Si bostezaba, su leñosa faz llenábase de arrugas concéntricas, como un sirle; y ésta era su única mueca, pues jamás reía. De aquí que lo sospecharan indio, acertando tal vez, porque refería cosas del tiempo de Tupac-Amarú — una representación del Ollantay, el drama quichua de las rebeliones, así como la ejecución de los revoltosos.
Habíanle encordado el violín cuyo arco no muy desvalido de clines funcionaba aún; y a su compás sorprendiolo el capitán una tarde cerdeando las cuerdas con un nuevo son. Era la marcha de la patria aprendida a las bandas militares; toda la música, pero sólo la primera estrofa.
El capitán la sabía también, mas nunca habíalo impresionado como aquella tarde. Cundía algo de religioso en esa canción entonada por un hombre tan viejo, cual si de las razas en ruinas reverdeciera una esperanza secular erigiéndose por su boca en árbol de música. Y como si adentro se les iluminase la mirada, vió la sorda voluntad con que los árboles y cumbres asentían a la evocación del verso.
Veneró desde entonces al mendigo, en tanto que hondos escrúpulos remordieron su corazón. Mientras él urdía coplas que sus hombres cantaban, la