—Siempre!... suspiró la otra.
Y continuó el silencio.
Noches antes, la montonera local capturó en un páramo vecino quince rezagados, que avivaban con las cajas de sus fusiles y los bastos de sus monturas un mezquino fogón. Del degüello general salvaron solamente dos oficiales, pues a éstos los preservaban para canjearlos como rehenes. Uno sucumbió en el camino; el otro llegó muy enfermo á la finca donde se acuartelaban sus vencedores.
Pertenecía ella á una joven viuda cuyo prestigio totalizaba en adoración verdadera los afectos del lugar; pues como madre y señora de todos era; y así, de madre y señora, le decían sus mucamas.
Descubría á los asuntos mal avenidos el arrequive de cada cual; providenciaba noviazgos; ayudaba á bien morir y adoctrinaba á los huérfanos. Más que andar, se deslizaba semejante a una nube. Esclarecía su beldad una cabellera zaina de oro. Llamábase Asunción. Sus veintinueve años eran como un ramo de flores. Tenía las manos de pálida finura, transparentando sus puños venitas violetas; la frente apacible como el agua, negligente la sonrisa y azuleando en sus ojos la ternura de una tarde primaveral.