Una de las primeras que sacaron la cara el Año Diez, lo abonaba desde que enviudó, con más ahínco todavía. El marido, enfermo, no concurrió á la guerra sino con su fortuna; y a su muerte, ella, ejecutando sus mandas, equipó una partida.
Reconociendo su fidelidad de albacea, tachábase de infeliz su matrimonio. Cierto día un hombre habíala pedido; ponderándolo de rico; apenas lo conocía y se desposó por obediencia. Sacó de sus nupcias incompletas una medrosa avidez de amar con la que se complicaban exquisitos dolores. Empero, su talante recataba la lucha con benévola dignidad. Su emoción no era ciega llama ni raudal preso; antes flor en capullo, á espera de céfiros amigos, como la del tarco familiar que, con la primer temperie, apunta en la desvestida rama.
El temperamento se imponía, no obstante, en la bravura zafírea del ojo cuando revivía la estirpe solariegos orgullos; en el mirar ceráuneo si la cólera refulgía; en los labios vivísimos. Su ternura latente se trocó en lástima del realista vencido. Horrorizáronla al principio las parihuelas de troncos, el sibilante anhélito del herido, un rostro traspillado por la fiebre. Después se impuso la caridad.
Dejaría el pobre sus hijos, un padre valetudinario tal vez, en la lejana España. La guerra lo