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REVISTA CIENTÍFICA

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Resabios de lo pasado.— Mas sobre ayunos

«M. E. Zolá ha añadido con La Obra un canto más á su poema pesimista de la animalidad humana,»—decía recientemente Jules Lemaitre en uno de sus brillantísimos artículos de crítica literaria.— Sin duda que valdría más que los hombres de talento se dedicasen á cantar las excelencias y perfecciones de la humanidad, pero, ¿qué le vamos á hacer si á cada momento la realidad parece poner cruel empeño en humillar la fe que tenemos en el maravilloso empuje del progreso? Por duro que sea tener que confesarlo, existen todavía muchas capas humanas sumidas en la animalidad más repugnante.

No de otra suerte se concibe un salvaje crimen cometido hace pocos días en un pueblo del Morbihan, crimen que prescindiendo de su ferocidad puede considerarse como un documento elocuentísimo del arraigo de ciertas supersticiones en el magín del vulgo. Diremos ante todo que el Morbihan es una de las comarcas más atrasadas de Francia; aunque parece imposible, profesábase allí todavía el paganismo en tiempo de Luís XIV, mas no el paganismo helénico ó romano sino el brutal fetichismo de los australianos ó del Congo, especialmente el fetichismo idolátrico, ó sea la adoración de ciertas piedras. En un pueblo de dicha región, vivía pues una familia de molineros, compuesta de los padres y cuatro hijos,—dos varones y dos muchachas. Una de éstas, muy linda, un tanto coquetuela y algo sabedora de lectura y escritura, veíase requebrada por los mozos del lugar á quienes probablemente encontraría demasiado brutos para merecer su blanca mano, pues blanca debería ser, como de molinera.

Esther, que así se llamaba la mozuela, era festejada y estimada como nadie, y esto engendró celos en el ánimo de su familia, recibida siempre con repulsión por los vecinos, á causa quizás de su imponderable estupidez. Fuéronse los padres á consultar con el reverendo párraco sobre la diferencia que se advertía entre las simpatías de que gozaba Esther y la aversión que inspiraban ellos, doliéndose de paso de la esquivez de la doncella en aceptar ninguno de los buenos partidos que le salían para casarse, á lo cual contestó el señor rector, émulo de Bossuet, que Esther «estaba poseída del demonio del orgullo.» No cayó en saco roto la opinión del párroco. Celebróse un conciliábulo y decidióse que ya que Esther tenía metido en el cuerpo el demonio del orgullo y costaría muchos cuartos hacérselo echar por los curas especialistas en tales materias, lo mejor sería que los hermanos se encargasen de ejecutar ellos mismos la operación, tanto más, en cuanto la familia sabía por tradición el modus faciendi. Así fué: metieron en un cuarto á la desgraciada Esther; echaron la llave; los dos hermanos desnudaron á la joven y mientras la otra chica y los viejos estaban rezando la letanía, ellos con un berbiquí practicaron cuatro agujeros en el cuerpo de la desventurada: uno en la frente, otro en el vientre y uno en cada pierna, pero con indecible asombro no vieron que escapase por ninguno de ellos el demonio del orgullo; sólo se escapó mucha sangre, y después la vida.

No pasó mucho tiempo sin que se notase en el pueblo la desaparición de la linda molinera: averiguóse el hecho y sin esperar á que los tribunales esclarecieran el caso, fueron cogidos los autores y cómplices del fraticidio y encerrados en un manicomio.

Se nos permitirá que nos manifestemos disconformes con la solución dada al asunto: los matadores no son tales locos, sino simplemente unos salvajes: el manicomio es para el loco, no para el bruto; á éste se le manda á la escuela, —de presidio,—no á que le cuide el doctor Ezquerdo. No es ser loco creer que pueden meterse demonios en el cuerpo y sacarles de allí agujereando el cuerpo con un berbiquí; esto procede de ignorancia, de falta de instrucción, no de perturbación de la mente.

Véase, pues, si tiene razón Zola al inspirarse en la animalidad humana para escribir toda una voluminosa biblioteca. La superstición por una parte, la sensualidad bestial por otra, retienen todavía á gran parte de la humanidad en los tenebrosos fondos á donde no llega la noble luz de la razón suprema y libre.

Esos hechos horribles, como el que acaba de tener efecto en el Morbihan, si pueden desalentar por un momento al pensador creyente en el progreso, arraigan en cambio la convicción de la necesidad imperiosa de extender la instrucción, aún valiéndose para ello de los procedimientos más tiránicos. Seres como los que han llevado á cabo la hazaña que hemos referido, son un peligro social, pero un peligro que puede combatirse mediante la propagación enérgica de las luces.

Y no se tome por vana declamación lo que decimos, porque la verdad es, como escribe un sabio ilustre, M. Girard de Rialle, «que los progresos hechos por la humanidad á través de las edades no son realmente apreciables, fuera de las cosas de la industria, más que en un número relativamente corto de individuos, y que las masas profundas de las poblaciones se libran muy poquito á poco de los lazos de las antiguas supersticiones, ingertas, por otra parte, unas en otras y á menudo toleradas, aceptadas y aun adoptadas por sistemas teológicos de una gran elevación moral» (1).

No pretendemos que con la propagación de la instrucción puedan crearse caracteres como los de un Espinosa, un Littré, un Sanz del Río etc., pero cuando menos quizás podrían hacerse abortar esos espíritus que imbuidos de superstición llevan luego á la práctica sus bárbaras concepciones sobrenaturales, como los molineros del Morbihan y otros que no son molineros ni morbihaneses, pero que no por eso dejan quizás de clavar una puñalada por la espalda á los que suponen tienen diablos en el cuerpo.

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Así como á raiz de haber cumplido M. Chevreul su siglo de existencia todo se volvió descubrir centenarios, más ó menos auténticos, pasa ahora lo mismo con los ayunantes, citándose numerosos casos de personas hechas á prueba de hambres,—aunque sin olvidarse por eso de algunos que, menos acostumbrados á la dieta absoluta de alimentos, han fallecido de


(1) La Mythologie comparée, pág. 221.


= PLAFÓN DECORATIVO (Fresco de Paul Baudry)