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LA ILUSTRACIÓN IBÉRICA


inedia al cabo de un tiempo más ó menos largo. Pero sobre esto último, dijo ya lo suficiente el Dante en el episodio del conde Ugolino y sus tres hijos y ofrecen también sobrados ejemplos nuestros maestros de escuela y aun alguno que otro subsecretario de Ultramar; (parece que algún otro ex-subsecretario de lo mismo, escarmentando en cabeza ajena, ha tomado á tiempo las oportunas precauciones). Hablemos, pues, únicamente de los que no se mueren por no comer, empezando por la noticia que ha corrido estos días por los periódicos respecto á existir en un pueblo de la provincia de Orense una mujer que hace CINCUENTA AÑOS no ha comido ni bebido apenas. En tal caso, Galicia tendrá el privilegio de poseer las mujeres menos comilonas que hay en toda la redondez de la tierra, pues se habló también de no recuerdo que santa, — contemporánea, — de por allí, que hacía once años no probaba bocado, aunque la tal no se movía de la cama, y la quintañona de ahora, anda, aseguran, por aquellos trigos, como pudiera hacerlo otra cualquiera labradora.

Ahora bien: ¿puede ser eso? ¡Pásmense mis lectores! Yo no diré que sí, pero tampoco diré que no pueda ser. Constan con toda certeza multitud de casos de este género; sobre todo, es considerable el número de mujeres místicas que han podido pasarse muchos días, meses y aun años, privadas de todo alimento; poca gracia tiene el ayuno de Santa Eufrasia, que, después de haber sido tentada por el demonio, permaneció siete días sin comer; mucho más serio fué el ayuno de San Alberto, pero ya es mucho el caso de Cristina Michelot, una amenorreica, que permaneció tres años sin probar bocado, contentándose con beber agua; (observación comunicada por Landrillon á la Academia de Ciencias de París, en 1756 (1). Estos ayunos, casi vulgares entre los fakires hindos, se explican sencillamente por la reacción de lo moral sobre lo físico, perfectamente estudiada hoy día siguiendo el impulso dado por Cabanis ya á fines del pasado siglo, y también por el gran poder de la voluntad, como suponemos ha sucedido con Merlatti.

El doctor Cheron ha exhumado con este motivo la historia de un canónigo de Noyon, que comenzando el miércoles de Ceniza de 1460 se pasó tres años, ocho meses y doce días sin comer. Con todo, antes de comenzar su prolongado ayuno, habíase preparado el buen señor un brevaje en que entraban, — naturalmente, — un cocimiento do lagartos, víboras y sapos; los correspondientes extractos de vegetales narcóticos y los indispensables polvos de caput mortui. Como hace observar M. Cheron no era muy difícil que la ingestión de una cucharada del tal líquido le quitase al digno canónigo las ganas de comer.

En fin, hemos creído conveniente reproducir la receta del eclesiástico noyonés porque dado el furor que les ha entrado á las elegantes por volverse flacas, quizás podrán ponerse á dieta para conseguir su intento, sin peligro de perder con la grasa el finísimo pellejo que la cubre.

Alfredo Opisso.


(1) Alfred Maury. La Magie et l'Astrologie dans l'antiquité et au moyen age, p, 304.


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CULLERCOATS (INGLATERRA): EL DESCARGADERO



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EL REGALO DE REYES

— ¡Pero estás muy empecatada, criatura, no vas á dejar cacharro sano! ¿En qué piensas? ¿Qué te ocurre?

La pobre Maruja atortelada y como abstraída no replicó palabra á semejante apostrofe; miró como una tonta á su ama, púsose muy encarnada, medio gruñó entre dientes una torpe excusa y estropajo en ristre y enjabonando la loza como si le corriera prisa continuó con afán su tarea, ahora desportillando una taza, luego rajando un vaso, más tarde quitándole el asa á un puchero, con harto escándalo de la señora Bruna que no cesaba de repetir hecha un basilisco:

— ¡Pero mujer!... ¡Pero borrica!... ¡Pero tienes manos de hierro!... ¡Pero eres el espíritu de la destrucción!

Maruja callaba y seguía fregando sin reposo, en tanto la señora Bruna secaba el servicio de mesa, después de aclararlo y lo colocaba luego en los basares muy emperejilados con papeles de color de rosa. Allá junto al fuego, bajo la ondulante sarta de chorizos y morcilla que, secándose al humo, de dosel servían á la ennegrecida campana de la chimenea, casi tostándose los pies en las brasas desceñida la faja azul y con aspecto cansino, dormitaba el señor Zoilo, tirando con fruición de un cigarrazo de papel en el que ardía á buen seguro y malísimamente liado su medio cuarterón de tabaco. No lejos de la lumbre roncaba el corpulento mastín hecho una rosca, y el rubio gato, que de cuando en cuando abría sus ojos y se enteraba de lo que acontecía en torno, dejando oír su más plácido gruñido habíase acomodado blanda cama entre las patas del perro. Un candil, limpio como el oro, colgado sobre el fogón, acaso humillado ante la mucha luz que el hogar despedía, tal vez por falta de aceite y sobra de pábilos, daba las últimas boqueadas en tanto las llamas de la hoguera en la que se quemaba el tronco de Navidad, como persiguiéndose unas á otras y tendiendo á subir chimenea arriba en busca de su amigo el aire, iluminaban con un resplandor claro y alegre las paredes dadas de yeso de la cocina, los taburetes y la mesa de pino sin pintar, el curioso fregadero, el aseado pié de los cántaros del agua, los relucientes azulejos del fogón, la cobriza batería de cacerolas y sartenes, los basares adornados de colgaduras de papel, la escopeta y el cuerno apoyados junto á la ventana, los machos próximos al fuego, algunos chismes de labranza tirados aquí y allá y varios trebejos de todos oficios arrojados por todas partes, que el señor Zoilo, si era labrador de profesión, gustaba de la caza, y activo como él solo, mataba los ratos libres que le dejaban sus labores y no sé qué cargo do justicia que en el pueblo ejercía, en perjeñar y hacer con no poca maña trastos de carpintero. Fuera... cualquiera asomaba á fuera las narices. Soplaba un vientecilio sutil, se había entrado la noche oscurísima y empezaba á caer la nieve en silenciosos copos.

Por fin quiso Dios que se acabase el fregado; dio la última mano la señora Bruna á los cacharros, encarándose con su marido, le gritó:

—Oye tú, Zoilo, despabílate que vamos á echar un tute, — y á renglón seguido la gruñona mujer le dijo á la criada: — súbete á acostar. — Pues ahora pongo yo mi zapato, — refunfuñó Maruja para