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—Mil felicidades señores. No echen ustedes en saco roto la invitación,—dijo insistiendo la dama.

—Adiós hijita,—contiestó el monje.

—Adiós, primavera de la vida,—articuló don Leandro.

—El cielo le conceda mil venturas,—agregó el marino.

—Que Dios la colme de bendiciones,—añadió el notario.

—Que la salud no la abandone,—manifestó el galeno.

—Que la dicha la conduzca de la mano,—exclamó el boticario. Y entre tantas y tantas bendiciones, como llovidas del cielo, doña María, Luisa tomó el camino de su granja, ansiando llegar á ella antes que se ocultase el sol.

VI


LA GRANJA

A una legua de la villa de N... se extendía la magnífica y deliciosa hacienda de doña María Luisa; granja dotada de regadío, bosque, viña é yermo, que era una verdadera bendición de Dios.

En el centro de una espléndida arboleda formada por pomposos olivares, floridos almendros, perfumados azahares y arábigas palmeras, prodigando benéfica sombra y cobijando á los alados pájaros que con sus dulces y suaves trinos se comunicaban sus amores y dulces devaneos, se levantaba , un vetusto caserón, compuesto de planta baja y de dos pisos, dotado de capilla, de trujales, de inmensas cuadras con sus correspondientes pesebres, corrales, grandioso salón, pintado comedor, cámaras con alcoba y sin ella, galería, desvanes y despejada azotea para tomar el sol.

En aquel pintoresco sitio, que parecía ser una bella transición entre la huerta valenciana y la fértil vega de Murcia, doña María, ajena de fatigas y cuidados, pasaba los calurosos días de verano y los primeros de otoño, entregada á todos los goces campestres, que, aunque monótonos, no dejan de tener para muchos sus encantos.

Se levantaba con el sol, bajaba al huerto, tomaba asiento en una pintoresca gruta, regalaba el paladar con exquisito chocolate, acompañado de fresas ó de higos humedecidos por las perlas del rocío, como diría don Leandro, probaba el agua de la fuente, formaba después un caprichoso ramo con las más exquisitas flores que poblaban sus jardines y adornaba con ellas su gabinete de confianza que recordaba los arabescos camarines.

La mañana la distribuía andando y zarandeando, de una parte á otra; ya regando las albahacas y clavellinas que brotaban en las macetas que adornaban y engalanaban las anchas galerías; ya dando de comer á los tiernos palomos que se arrullaban y se enamoraban con la mejor intención; ya limpiando con sus finísimas manos las jaulas de los arpados canarios y pintados jilguerillos que alegraban con sus trinos el espacioso comedor; ya vigilando los ponedores de las gallinas; ya repartiendo el maíz á los rollizos y majestuosos gansos que se pavoneaban en el zaguán llenando los aires de graznidos.

Por la tarde, después de la siesta, tomaba la aguja, y con la doncella y la hija del mayordomo, daba principio á la labor, empleando en ella tres horas largas, que las más de las veces se deslizaban hasta el anochecer si el tiempo amenazaba lluvia, ó apremiaba la costura.

Terminada la cena, la solitaria dama encendía el velón, se encerraba en su cuarto, leía sus autores favoritos que eran Santa Teresa de Jesús, el teatro de Calderón y Lope, las poesías de Quevedo y el Lazarillo de Tormes, echaba cuentas, punteaba la vihuela, y cuando el acompasado reloj con sus vibrantes campanadas anunciaba las diez, sacaba el rosario, rezaba sus oraciones y terminado tan piadoso ejercicio, destrenzaba sus hermosos cabellos, depositaba sobre el sofá sus vistosas faldas, imprimía un beso á los sagrados pies del Crucifijo de marfil con cruz de ébano que señoreaba su alcoba, mataba la luz y se deslizaba entre las sábanas, quedando envuelto entre telas y entre sombras aquel precioso y bien formado cuerpo que hubieran envidiado las hadas y hubiera enloquecido al Niño Amor.

Tal era, en breve compendio, la vida que llevaba la culta señora, encerrada en su granja, sin otra compañía que sus doncellas, la familia del mayordomo, los rústicos labriegos, el leñador, el leñero y los gañanes, que la admiraban como á la divina Pastora que se veneraba en uno de los altares de la vecina iglesia parroquial.

(Se continuará )

FRANCISCO GRAS Y ELÍAS.



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