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moralizada, Colette Rigaud, personaje que por sí solo vale una novela, y en cuyo estudio Paul Bourget ha empleado esta vez acaso los más delicados pinceles de los muy sutiles y primorosos con que sabe retratar almas. A los que niegan que la novela pueda ser un modo (á su modo) de estudiar ciencia social, les invito á penetrar bien el carácter de Claudio Larcher, y de fijo verán en él precioso documento para explicarse el cómo y el por qué de muchos de los fenómenos extraños que hoy ofrece la literatura francesa.

La entrada de Vincy en el gran mundo es toda una solemnidad para la familia, y con su descripción comienza la novela. Una dama rusa, la condesa Komof, es la primera que recibe en sus salones al joven poeta cuya comedia famosa va á representarse aquella noche en el teatro casero de la gran señora cosmopolita.

Y aquí es donde el autor, con mucha originalidad y fuerza, pinta y explica el efecto profundo que causa en el alma del artista, del poeta, la impresión de respirar por vez primera en la atmósfera del lujo refinado; y no sólo esto, sino el especial encanto que sigue teniendo para él esta vida excepcional, que por sus apariencias tiene trazas de un oasis de poesía en el desierto de la prosa real que por todas partes nos rodea. Ya Mme. Stüel hablaba de la facilidad con que la corte hace del poeta un palaciego; ya en los tiempos de Augusto se resistía á la seducción de sus corrosivas, poro elegantes, suaves cornipciones, un Autistio Labeon, un jurisconsulto; y más tai de seguían la tradición puritana de la república, ariscos, pero fieles á la libertad, un Trascas y sus contertulios. Mas los poetas, los más y los mejores, sucumbían al encanto; y olvidando la memoria y el ejemplo de Nevio en lucha con los poderosos, Horacio, Virgilio, Ovidio, los mejores, entregaban la cerviz al yugo de flores, como en tantas otras cortes tantos y tantos poetas también vivieron al amparo de reyes y grandes, porque necesitaba su temperamento la tibia atmósfera de los salones , la vida cortesana, con toda su fraseología de elegancia, buen gusto, trato exquisito, comodidades voluptuosas y artísticas, esplendores y lujos poéticos.

Si en nuestro tiempo, por mil causas, es ya imposible una corte de Luis XIV ó de Felipe IV (y muchos lo lamentan); si no cabe negar que el mejor ingenio se ha hecho liberal, y, sobre todo, independiente, y ya no caben las debilidades cortesanas, simpáticas acaso, pero nocivas, de un Racine; no dejan los nervios de seguir siendo nervios, y el artista delicado y soñador, tiende, aunque sea de lejos y prefiriendo el ostracismo á la humillación, tiende á la patria natural de sus ensueños, á la vida de apariencias bellas, donde el espíritu encuentra las necesidades más humildes y precisas, satisfechas sin que él trabaje, y puede consagrarse libre de la gleba, á cultivar la flor del alma, la santa imaginación, sin que le importe mucho que el fondo de aquella existencia, fácil, sugestiva de visiones hermosas, encierre la universal flaqueza, muchos males, mayores por el mismo contraste con la apariencia dulce, amorosa, refinada en sus atractivos. Es más: de este mismo contraste saca tal vez el artista nuevo placer, por el efecto mismo de la antítesis.

En el mundo de la grandeza lo peor son los personajes, y de ellos recibe el artista que entra en tales regiones el primer soplo del desencanto. Esas damas hermosas, de inefable gracia, de misterioso atractivo, que habrían de ser cifra de la gloria; que son, por lo que parece, la joya propia y digna de tan lujoso estuche, debieran, se dice el soñador, sentir, pensar y hablar mejor que las pobres mujeres pobres: el escenario parece que obliga á grandeza de espíritu, á distinción de alma que corresponde á la distinción real de maneras, costumbres, etc., etc... y el observador nota pronto que no es así; que no sólo en el fondo no hay virtud y belleza moral, sino que la vulgaridad, la necedad , viven casi siempre entremezcladas en tan suntuosas regiones: ¡qué lástima!— Tolstoi, como indica con gran perspicacia Emilia Pardo Bazán, fué uno de los autores que mejor pintaron la vida mundana, del gran mundo como decimos por acá; y esto se debe, á mi juicio, no sólo á las circunstancias que facilitaron en él este estudio, circunstancia que en otros escritores (aunque no muchos) han concurrido: se debe principalmente á que Tolstoi, aristócrata y artista, pudo observar como nadie toda la profunda tristeza del contraste, no entre el fondo malo y la apariencia bella, sino entre la decoración hermosa, clásica, singular en su belleza y grandeza, y la pequeñez de los espíritus que gozan, por azar del nacimiento y otros azares, del privilegio de habitar como naturales señores en este mundo único, excepcional, que sólo el alma del artista sería digno de habitar y poseer. Tolstoi, poeta y aristócrata, no entra en la ley general, tan bien señalada por Bourget, que hace que el noble y el grande, nacidos en el lujo, en la vida del privilegio del placer, de la elegancia exterior, de todos los esplendores materiales, no pueda por falta de imaginación, y por el gasto del uso sobre todo, sentir ni apenas comprobar las ventajas de su posición y la hermosura del mundo aparte en que viven.

En la novela de Bourget es, á mi juicio, lo principal, el estudio de este fenómeno sociológico: la adaptación del espíritu del poeta al ambiente del gran mundo; las luchas que nacen de semejante empeño. El autor, que no ha querido escribir largo, aunque alude aquí y allí á diferentes aspectos de este campo de observación, concrétase en seguida á una de las principales seducciones que el poeta encuentra en este mundo para él encantado: al amor. Los amores de Mme. Moraines y de Vincy llenan la novela; y el estudio magistral de esa mujer pérfida casi (sin saberlo, fruto amargo (acaso irresponsable del veneno que destila) de costumbres ó instituciones viciadas, sirve para mostrarnos las etapas del tormento por que va pasando el alma Cándida y entusiástica del pobre autor del Sigisbée.

Es claro que prescindo en este rapidísimo análisis (más rápido por motivos que no dependen de mi voluntad) de muchos elementos de esta novela, como v. gr. la muy bien observada y dibujada figura de Desforges, el egoísta metódico, que economiza el placer, especie de Harpagón del edonismo; así como dejo aparte muchas observaciones incidentales de gran mérito y que han contribuido al buen éxito del libro. El hilo de lo reseñado va por donde dejo indicado... ¿Y el fin? Vincy, desengañado del amor que parecía el que él buscaba y era el más ruin, el más degradante, ¿á dónde volverá los ojos? A la muerte. Se suicida; pero el autor no le deja morir: le deja mal herido, con vagas esperanzas de recobrar la vida. En tanto, sin acercarse á su lecho, trasporta el final de la acción á la calle, donde Claudio Larcher, el iniciador, el semi-artista perdido irremisiblemente, no por el gran mundo sólo, sino más todavía por esa vida interlope de cierta clase de escritores, pintores, etcétera, etc., de París, encuentra al sacerdote cristiano, al abate Faconet, director del colegio de San Andrés y tío materno del mísero Vincy.

Este personaje, que al principio de la novela no había hecho más que aparecer incidentalmente, aquí viene á representar un papel tal vez simbólico, sin dejar de ser verosímil su presencia, y natural y lógica toda su intervención en el fondo del libro. Es el caso que, en medio de los refinamientos sensuales y también intelectuales de París que ha pintado el autor, viene esta noble y hermosa figura, como refresco de esperanza, con su austeridad nada aparatosa, con su puro ideal, que es ni más ni menos la fe de Cristo. El P. Faconet opina que «Francia necesita talentos cristianos.» La última palabra de esta novela no es un hecho frío y mudo de la realidad, ni es un rasgo pesimista: es un aliento de cierta vaga esperanza. El P. Faconet, al frente de una escuela, preparando la juventud de ma-


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ORLANDO: ADIÓS, SEÑOR MELANCOLÍA (Como gustéis, acto II, escena 3.ª)