Página:La ilustración ibérica tomo V 1887.djvu/836

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está vivo ó se está muerto, si se sueña ó se está despierto, Graciosas figuras os sonríen dulcemente, y os dirigen, al pasar, un amistoso saludo; os sentís conmovido y turbado á su vista, como si á la vuelta de un camino os topaseis de pronto con vuestro ideal... Manan las fuentes murmurando quejas medio ahogadas; el viento menea los viejos árboles de ¡a antigua selva sobre la cabeza del anciano duque desterrado, con suspiros compasivos; y cuando Santiago el melancólico deja caer al agua, con las hojas del sauce, sus filosóficas querellas, paréceos que sois vos mismo quien habláis, y que el pensamiento más secreto y más oscuro de vuestro corazón se revela y se ilumina.

»¡Oh, joven hijo del bravo caballero Roldan-des-Bois, tan maltratado por la suerte! No puedo contenerme de estar celoso de ti: tú tienes aún un servidor fiel; el buen Adán, cuya vejez es tan lozana bajo la nieve de sus cabellos. Estás desterrado, pero á lo menos lo has sido después de haber luchado y triunfado; tu malvado hermano te ha arrebatado tu hacienda toda, pero Rosalinda te da la cadena de su cuello; eres pobre, pero eres amado; abandonas tu patria, pero la hija de tu perseguidor te sigue más allá de los mares..

En cuanto a la pastoral de Fletcher, es mucho menos conocida Su autor vivió en tiempo de Isabel y fué deán de Peterborough.

LA LLEGADA DE LA CARROZA TERMINADA LA FAENA

Lindos dibujos, sobre todo muy bien dibujados. La llegada de la carroza es una feliz inspiración, que constituiría, sin duda, agradabilísima sorpresa para los niños que se hallaren presentes en la fiesta. En Terminada la faena presenta el autor lui nuevo aspecto de la bondad de los galos, ahora plácidamente juguetones si antes tan laboriosos.

LA CATEDRAL DE LUXEMBURGO

Luueburgo, á orillas del Hmenan, en el e.x-rcino de Harmover, es eslaci<Mi i>r¡ncipal en la línea de Ilaiuiover a Hamburgo. Kl caserío es muy anliguo, y la catedral muy notable por su hermosa aguja.



EL PRISIONERO

Episodio de la guerra de la Independencia


(CONCLUSIÓN)

¡Yo lo vi todo! Vi la matanza y el amor confundidos con el robo y la embriaguez... Vi asesinar flacas mujeres é inenRes ancianos...

No hubo casa que no fuese saqueada, ciudadano que no fuese blanco de las más bárbaras injurias, ni respeto para lo divino, ni consideración para lo humano.

En aquel mismo día, de infausta memoria, perdí á mis padres y á mis hermanos: sólo yo pude salvarme no sé cómo.

Sin embargo, fui herido de la mano derecha, y, por lo tanto, inútil para la lid.

Así es que, rendido por la fatiga, manando de mi herida abundante sangre, y postrado por el hambre y la sed, tuve que refugiarme en una casa que á la sazón hallé deshabitada.

Yo debía permanecer en aquella casa hasta entrada la noche, para que, valiéndome de la oscuridad, pudiese salir de Tarragona.

Esto pensé, y esto decididamente llevé á cabo.

Tan pronto como la noche empezó á extender sus negras alas sobre el horizonte, salí á la calle.

Apenas había andado diez pasos, cuando me detuve.

Tan brutales escenas había presenciado, que la sola idea de ser descubierto por algún soldado extranjero me aterrorizaba.

Pero, en fin, venciendo mi repugnancia, y encomendándome de todo corazón al Todopoderoso, continué mi marcha con resolución.

El trayecto desde la calle del Arco de Santa Tecla, en una de cuyas casas me había refugiado, hasta las afueras de la población, fué feliz y sin ningún incidente.

¡Qué espectáculo se ofrecía á mi vista encada calle!

Las casas derribadas, y muchas de ellas ardiendo, mostrando sus huecos humeantes como ojos infernales. Aquí y allá montones de cadáveres horrorosamente magullados ó medio inhumados entre los escombros.

En muchos de ellos reconocí á seres queridos, amigos de la niñez, que habían sido víctimas de su valor y arrojo.

Sin embargo, no me detuve.

Mis sentidos, lanzados salvajemente á los extremos del más febril delirio, no me permitían conocer claramente el lugar donde me encontraba: sólo sé que andaba sin descanso, ora arrastrándome por tierra en los puntos do mayor peligro, ora pisando cuerpos, yertos unos y con movimiento otros.

Poco después me hallaba fuera de Tarragona.

¡Me había salvado!

Una vez en el campo, me dirigí hacia este punto, que consideré el más seguro para no ser visto.

Yo había atado un lienzo á mi mano, y la herida ya no me molestaba tanto.

Hubo, pues, un momento en que, no pudiendo mi cuerpo resistir más, tuve que sentarme, mejor dicho, dejarme caer, sobre un montón de piedras.

Entonces empecé á reflexionar lo triste de mi situación.

En aquel momento acudían á mi mente las escenas más dulces de la niñez, cuando me hallaba rodeado de los seres más amados, de mis padres y de mis hermanos...

¡Todos habían muerto!

No obstante, les envidiaba.

¡Dichosos ellos mil veces, que han perecido por la patria, que han conquistado la gloria por haber muerto en el puesto del honor! ¡Desgraciado yo, que vivo después de perderlos!

De pronto un ronco rumor, acompañado de fuertes carcajadas, llegando hasta mis oídos, me hizo salir del ensimismamiento en que me hallaba.

Mi primer intento fué alejarme de este sitio; pero, temiendo que mis pasos pudieran venderme, y, por otra parto, deseoso de saber qué significaba aquello á tales horas, renuncié á la empresa y procuré agazaparme lo mejor que pude entre unas piedras y allí esperar.

A poco vi aparecer, por entre aquellos árboles, un grupo confuso que se aproximaba pausadamente.

Yo no podía ser visto, porque, á más de ser casi de noche, estaba perfectamente oculto. Mi curiosidad era cada vez mayor.

Desde luego supuse, por las risas y algunas voces sueltas, que se trataba de franceses de buen humor que vendrían de conmemorar alguna hazaña; pero, conforme el grupo llegaba hasta mí, creía oír sollozos comprimidos y suspiros ahogados.

La mucha oscuridad que reinaba no me permitió salir do dudas hasta que ol grupo pasaba á dos pasos de mi escondite.

Entonces todo lo comprendí.

Un inerme anciano y un tierno niño eran conducidos prisioneros de guerra á Tarragona por dos imperiales que, según supe después, habían encontrado á aquellos infelices huyendo de nuestra ciudad en la madrugada del mismo día.

Movía á compasión la vista de aquellos desgraciados, medio vestidos, los rostros trasfigurados, la mirada sin brillo, el paso inseguro y los hombros y espaldas llenos de heridas que sus verdugos les hacían con las puntas de sus bayonetas para hacerles andar más de prisa.

Al llegar frente á donde yo me hallaba, se detuvieron, exclamando el pobre anciano con voz tan débil que apenas se le oía:

— ¡Mátenme ustedes... por Dios... buenos mili- tares!... ¡Quiero morir pronto!... ¡No hagan sufrir más á esta pobre criatura!...

— ¡Calla, didón, canalla! — le decían aquellos en su idioma, dándole golpes y haciéndole andar.

El que había maltratado al español, decía después:

— Mañana serán fusilados estos miserables, dando con esto un escarmiento á los que no se hayan rendido todavía á nuestras banderas.

— Y nosotros, al entregarlos esta noche, alcanzaremos una cruz, — añadió el otro soldado.

— Y seremos distinguidos de nuestros jefes.

— Yo, por mi parte, puedo asegurar que estos bribones van á tener la culpa de que nos asciendan...

Y una brutal carcajada celebró el dicharacho.

En tanto, las infelices víctimas oían tan atroz

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ORLANDO. (Como gustéis, comedia de Shakespeare)