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MANUEL GÁLVEZ


Sonaron campanas de iglesia. Doña Críspula, apenas las oyó, se puso a gritar:

— ¡Rosario, el último toque!

— Ya estoy, — contestó desde el fondo una voz seca y entonada.

— Estas muchachas de hoy día, ¡qué lidia, caballero! Nunca están prontas. ¡Qué coqueterías, señor, qué de perendengues! En mis tiempos había más sencillez. Nosotras...

En este instante apareció Rosario. Era más bien bonita, a pesar de sus muchas pecas. Representaba veinticinco años. Tenía buen cuerpo, pero se vestía sin gusto. Solís creyó notar que se pintaba un poco los labios y las mejillas. Usaba anteojos. Saludó a Solís con indiferencia y le dio un chal a doña Críspula. Luego se asomó al zaguán y miró hacia la calle.

— Está de novia — dijo doña Críspula misteriosamente y mirando con satisfacción a su hija que volvía.

Solís felicitó a Rosario, pero ella, aunque "muerta de gusto", como observó su madre, negó. Eran cosas de su mamá. Doña Críspula, muy seria, se quejó de los jóvenes de hoy. Eran todos unos perdidos: jugaban, se emborrachaban, se llenaban de hijos por atrás de la iglesia. ¡Ja, ja, ja! Por eso ella estaba contenta. El novio de Rosario era un buen muchacho. Ya podía morirse tranquila sabiendo que dejaba a su hija bien casada.

— ¡Ah, cómo están los hombres! — exclamó a modo de resumen. — Pero usté no es de esos, caballero. ¡Aunque quién sabe! ¡Ja, ja, ja!...

Y reía explosivamente, poniéndose el chal.

Rosario le advirtió que perdían la misa. Pero doña Críspula quiso saber, ante todo, si a Solís le gustaba el cuarto.

— Magnífico, señora.

Entraron en la pieza. La patrona señalaba cada uno de los muebles y detalles del cuarto, como si Solís ignorase lo que eran.

— Aquí tiene su camita, ¡ja, ja, ja!, su mesa de noche, su lavatorio, una silla de hamaca para estudiar descansa-