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MANUEL GÁLVEZ


nos detalles insignificantes de su existencia, escenas triviales que creía haber olvidado, desfilaron por su memoria unos tras otros. Recordó las viejas horas que retornaban como envueltas en poesía y vaguedad. Abandonó el libro. Y pasó toda la mañana, bajo la calma suscitadora de ensueño que tienen los domingos de verano en provincia, sumergido en la hondura de su recuerdo, reviviendo las horas de sus días lejanos.

Había nacido en la ciudad del Paraná, en el barrio de San Miguel. Su madre, hija de una mujer que fabricaba dulces y empanadas, se había enredado en furtivas relaciones con un joven de familia tradicional; y de los fugaces episodios de amor en la Bajada Grande, nació Solís. Su padre no le reconoció legalmente, pero pagaba su educación y sostenía a su madre.

¡Triste y silenciosa su infancia! No se parecía a la vida turbulenta de los demás chicuelos. Así, él nunca hizo la rabona, ni guerreó a pedradas en las peleas de muchachos, ni cortó cuerdas de barriletes, ni se burló de los negros que vivían en el barrio. Cuando volvía de la escuela, si no se entregaba a sus lecciones, se lo pasaba al lado de su abuela mirándola hacer empanadas o revolviendo los dulces con el cucharón de palo. Tendría él once años cuando murió la abuela. Todavía la recordaba, como si la viese, en aquel ataque violento que la mató: gritaba, pataleaba, se revolvía y parecía una bruja con su cara amulatada, llena de arrugas, y sus ojos convulsos. Esta muerte agravó en el niño la seriedad de su temperamento. Se hizo estudioso y llegó a ser el mejor alumno de la clase. Seis años después — tenía él diecisiete y le faltaban dos para concluir su carrera, — su padre, hombre todavía joven, murió en una revolución. Fué una catástrofe en el hogar de Solís. Su madre, agobiada de dolor, se enfermó y murió en el mismo año. Entonces él, solo en el mundo, se fué a un cuartucho que alquilaban dos condiscípulos suyos en una casa sobre la Alameda, con vistas al río Paraná. Él no dudaba de que su padre, a morir en otras circunstancias, le dejara con qué vivir; pero aquella muerte inesperada le sorprendió sin