Saavedra se sentó en la misma mesa y se pusieron a hablar. Como Saavedra estaba enamorado y era un temperamento expansivo, necesitaba hacer a alguien sus confidencias. Era un muchacho sencillo, bueno, de una absoluta franqueza. Conversó con Solis hasta las tres de la
mañana; se narraron mutuamente sus tristezas, sus vidas, sus ilusiones. Solís, muy expansivo también, le contó
todo.
— Pero hombre, ¿por qué lleva esa vida? — le preguntó Saavedra.
— ¡Qué quiere, amigo! Me gusta la inmundicia, siento placer revoleándome en el fango, — contestó Solis con emoción y como si sintiese asco de si mismo.
Saavedra, en su interior, le compadeció, y desde esa noche se le hizo amigo.
Solís había vivido así cerca de un año, pero salió de su situación cuando, por medio de Saavedra, intimó con los compañeros del Ministerio. Eran muchachos tranquilos y correctos. Algunos iban a recibirse de abogados, uno era periodista, y otro, Alberto Reina, escritor de cierto renombre.
Comenzó a salir con ellos por las noches. Iban a los teatros, se interesaban por los estrenos. Una vez le contó a Reina que él también escribía. Había publicado algunos versos, hacía tiempo, en los diarios del Paraná. Pero lo que él estimaba entre sus escritos, eran sus pequeñas páginas sobre asuntos morales y filosóficos. Solís estaba imbuido de la literatura y la filosofía del poeta Almafuerte. Leía con amor, constantemente y hasta tratando de imitarlas, las Evangélicas, aquellas páginas errabundas y fragmentarias en que el maestro expresaba su trágico pesimismo sobre los hombres. Reina quiso conocen los escritos de Solís y pasó con él una noche entera, leyéndolos, en un café de la calle Rivadavia al que los jóvenes bohemios de la literatura llamaban Puerto Lapice. Reina se declaró sorprendido. Las páginas de Solís le impresionaron por su precisión, por su hondura espiritual.
— Hay en usted la pasta de un moralista, de un escri-