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LA MAESTRA NORMAL

Le llevó a un instituto de fisiatría y le hizo seguir el sistema de Kneipp Kuhne.

Una tarde encontró en la calle Florida a Marcelo Aguiar y le habló de su enfermedad. Marcelo Aguiar se indignó. Los médicos serían farsantes pero el teósofo era un asesino. Su enfermedad era tal vez peligrosa y podía morirse muy pronto. Le hizo ir al hospital para que le examinara un célebre clínico. Era un hombre antipático, muy alto, orejudo, lleno de gestos desdeñosos; hablaba bruscamente y no tenía una sola palabra amable para los enfermos. Le examinó un instante y le dijo que estaba tísico.

— ¿Y qué puedo hacer, doctor? — preguntó Solís casi con angustia.

El médico alzó los hombros con indiferencia brutal, y, mirando a Marcelo Aguiar, contestó:

— ¿Qué puede hacer? ¡Ps! Que salga de Buenos Aires, que se vaya a las sierras de Córdoba...

Desde ese día Solís se aplicó a solucionar el problema de su salud. No podía pensar en ir a Córdoba. Aguiar le indicó algunas de las ciudades del Norte. Podía cambiar su empleo, conseguir cátedras. Fué lo que hizo. Y el Destino le llevó a La Rioja. En esta ciudad de clima sano había un grado vacante. Tuvo que aceptar el humilde y detestado puesto que le ofrecían. Más tarde— así se lo prometieron — le darían dos cátedras Golpearon en la puerta.

— ¿Qué hay? — preguntó.

— Son las doce, niño; lo esperan a almorzar — contestó Candelaria.

Empezó a arreglarse. Al mirarse en el espejo del lavatorio portátil, no se encontró mal. Su poco de demacración le hacía interesante el rostro; largas ojeras subrayaban sus fatigados ojos, acentuándolos de tristeza. Estaba más blanco, algo pálido, ¡Era una suerte haber salido a su padre, tener algo de su tipo distinguido, no llevar siquiera un solo rastro de su familia materna!

Cuando hubo terminado salió al patio.

Hacía un calor pesado, sofocante. Se sentía la dife-