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MANUEL GÁLVEZ


rencia con su cuarto, donde la temperatura era agradable. El cielo reverberaba y no se podía levantar la vista. El aire era sumamente seco; parecía que las paredes iban a agrietarse. Por el corredor, con aspecto solemne y como con curiosidad paseaba una gallina.

Doña Críspula, en cuanto vio a Solís, le llamó a gritos desde el comedor. Ya estaban sentados todos a la mesa. El comedor era un cuarto fresco y desmantelado, con piso de ladrillos. En las paredes, blanqueadas con cal, había cuatro oleografías que representaban cestas con uvas, granadas, pescados de todo tamaño, y gallinas y pavos desplumados. Sobre una silla, dormía una guitarra con las cuerdas rotas.

En la cabecera de la mesa, un hombre, de pie, con la servilleta metida en el ojal del saco, esperaba, inclinado y sonriente, a que le presentaran.

— El caballero Solís, el señor Galiani — dijo gravemente doña Críspula.

Y mientras ellos se daban la mano, la dueña de casa le espetó a Galiani:

— El caballero lo conoce a usté mucho.

Y agregó muy oronda:

— De nombre y de vista.

Solís, asombrado y sonriendo, declaró que así era, efectivamente.

— Tal vez me conocerá de la Bolsa, — dijo Galiani con importancia.

— Es probable, — contestó Solís, que jamás había estado en la Bolsa.

— O no, ya sé: usté me conoce de las fiestas en el Circolo Mandolinístico.

—¡Ah, es claro! — exclamó Solís en un tono que no daba lugar a dudas.

Doña Críspula, sirviendo la sopa, se dirigió a los dos:

— De modo que eran ustedes amigos.

Y reía estrepitosamente.

Los dos huéspedes se inclinaron sonriendo y como confirmando las palabras de la patrona.

El señor Galiani era hombre de alguna fortuna, soltero,