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tipo demasiado provinciano. A él le gustaban las mujeres delgadas, de silueta elegante, las francesas sobre todo. Y decía esto mirando a Solís maliciosamente.

—Es muy buena, muy buena—argumentaba Rosario.

—¡Pero Galiani, si es una ricura!—exclamaba doña Críspula.

—A mí me parece una muchacha medio infeliz,—retrucó Galiani.

—¡Qué barbaridad, Gaiiani! ¿Dónde tiene usted los ojos?

Pero Galiani no se convencía. Y lo que sobre todo le disgustaba era ese nombre ridículo: Raselda, Raselda...

—¿Conoce algún nombre más raro, señor Solís?

A Solís el nombre le era hasta entonces desconocido. Lo hallaba muy bonito, muy suave, muy musical. Parecía nombre de novela. Doña Críspula y Rosario no le encontraban nada de feo ni de extraño. Rosario había tenido en la escuela varias condiscípulas que se llamaban Raselda.

—Ah, sí—interrumpió Gaiiani;—¡aquí hay cada nombrecito!

—¡Qué le dije hoy, caballero!—exclamó doña Críspula dirigiéndose a Solís, con el acento de quien ve realizada una profecía.—¡Si no nos quiere nada, no nos puede tragar!

—Pero no, mi buena señora; lo que digo es la pura verdad.

En las provincias "se estilaban" ciertos nombres que él no sabía de qué almanaques los sacaban. Conocía un pobre ciudadano que se llamaba Senator, una señora a la que sus padres le habían endilgado criminalmente el nombre de Venérea, un cochero llamarlo Obispo y una desgraciada muchacha, bastante bonita por cierto, que llevaba un nombre escandaloso: Circuncisión.

—¡Qué nombres! Son gentes de muy mal gusto estas de por acá—resumió Galiani mientras se escarbaba las muelas con el palillo y miraba a doña Críspula con su modo risueño.

Doña Críspula se indignó. ¿Qué se había pensado el