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señor Galiani? ¿Creía que La Rioja era un pueblucho? Pues no, señor. Todos los forasteros quedaban encantados con la ciudad. Ella sabía de más de uno que entre Buenos Aires y La Rioja prefería La Rioja. Ahí estaba, si no, ese mozo Quiroga, Gabriel de Quiroga, que hacía poco vino a pasear y que prometió volver. Era un joven ilustradísimo que había viajado mucho. Pues se encontraba en La Rioja mejor que en Buenos Aires. Así lo proclamó en todas partes.

—Decía a quien quería oírlo,—vociferaba triunfante doña Críspula—que esto era más argentino; como lo oyen, más argentino.

—Llámele hache,—contestó Galiani levantando los hombros.

Solís, tratando de calmar a doña Críspula, declaró que él se sentía muy provinciano. No conocía las comarcas del Norte, pues acababa de llegar a La Rioja; pero las adivinaba. Las provincias, seguramente, conservaban el espíritu nacional que en Buenos Aires se había perdido. Las ciudades provincianas tenían, sin duda ninguna, más carácter, más personalidad propia que Buenos Aires. En ellas, según le informaron los amigos y las lecturas, había cierta tristeza poética que faltaba en la capital, una mayor espiritualidad, un paisaje con alma. La vida era en tales ciudades más intensa y profunda. Había en ellas una calma, una paz, una beatitud llena de sugestiones. Además las gentes eran buenas, sencillas, cordiales, inteligentes y casi siempre de una simpática ingenuidad.

—¡Ah—interrumpió con entusiasmo doña Críspula, que estaba inquieta por no poder hablar,—en ninguna parte la gente es como la de acá!

—Yo creía que doña Críspula no conocía otro pueblo que La Rioja—dijo Galiani con afectada sencillez.

—¡Vean si es malo! Es un perverso—contestó la señora con tono mitad en serio, mitad en broma.

Ella nunca había salido de La Rioja, pero conocía personas de toda la república. Había oído hablar de muchísima gente y ella se acordaba siempre de esas cosas