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Sabía la vida y milagros de infinidad de personas que jamás había visto.

—Lo creo, eso sí que lo creo — dijo Galiani.

Doña Críspula afirmaba que en ninguna parte había tan buena sociedad como en su pueblo.

—¡Hay que ver — exclamaba radiante — los bailes de la alta sociedad! ¡Qué elegancia, qué esplendidez! El año pasado, cuando vino el Ministro de Obras Públicas, hubo un baile en la casa de Gobierno que fué, ni más ni menos, como los mejores de Buenos Aires.

—¿Cómo lo sabe? — inquirió Galiani sin levantar la cabeza que casi hundía en el plato.

—Así lo dijo el langostero, que es un mozo bien, de la "gente decente" de allá.

Solís preguntó quién era el langostero. Doña Críspula repuso que allí daban ese nombre a los empleados de la Defensa Agrícola quienes, como era sabido, tenían a su cargo "la destrucción del acridio".

—Doña Críspula — dijo Galiani dirigiéndose a Solís — alaba la bondad de la gente, después de haber cuereado a medio mundo.

—No es cierto, Galiani — refunfuñó Rosario.

—No me nieguen. ¡Mire que anoche han dicho unas cosas de las Gancedo!

—¡Pero las Gancedo, también! — exclamó la señora.

—¿Quiénes son? — preguntó Solís.

— Unas pobres niñas que no hacen mal a nadie — contestó Galiani sonriendo.

Doña Críspula y Rosario chillaron de asombro y se llevaron las manos a la cabeza, horrorizadas, como si hubieran oído decir que no existía Dios.

—No las conoce, Galiani — vociferaba doña Críspula; — no las conoce, no las conoce, y no las conoce...

Las Gancedo eran "unas solteronas antipáticas". Ella las odiaba. Les sacó la edad a cada una de las tres hermanas y las llamó varias veces "las guanacas", que era el sobrenombre, ya histórico, con que el pueblo denominó a tres generaciones de dicha familia.

—Habladoras, lenguas largas — rugía doña Críspula.