un rezo monótono, le producían un tedio indefinible. Las calles estaban orilladas de naranjos y, al fondo, se parapetaba la montaña: una montaña pelada y pardusca que le recordaba, no sabia por qué, aquellas cordilleras de cartón con que las viejas de su pueblo lejano adornaban los pesebres de Navidad.
Llegó a la plaza. Era una plaza pobre, sin jardín y sin pavimento. Los naranjos la llenaban, dándole un aspecto umbroso y cordial. Las casas circundantes eran viejas, miserables. No faltaban, en aquella plaza, paredones en ruina y terrenos baldíos. En una de las veredas, frente a una casa de altos, desparramábanse mesitas y sillas. Algunos hombres bebían y conversaban. Era "la confitería". Llegaban hasta Solís, de cuando en cuando, apagados ruidos de carambolas.
Solís se sentó en un banco de la plaza, un escaño despintado y rengo. Por la misma acera paseaban de a dos o tres, y en cabeza, algunas muchachas. Caminaban del brazo, pausadamente, con aire de abandono, y tenían, casi todas, ojos aterciopelados y melancólicos. Solís las miraba ir y venir, oyendo sus voces cálidas, su tonada provinciana. Sentía que la tristeza le abrumaba : una tristeza sutil, penetrante, enfermiza; una tristeza que le impregnaba de languidez y de recuerdos sentimentales. Se encontraba solo, terriblemente solo, ahogado por aquellas montañas enigmáticas y grises. Imaginó la desolación que le esperaba. Porque ¿cómo se habituaría él a esa existencia de provincia que veía tan estúpida, tan monótona, tan triste? Su puesto en la Escuela Normal no podría bastarle para llenar el vacío de su vida. El no amaba la profesión; sobre todo, por suponer que la condición de maestro le disminuía. ¿Qué hacer entonces? Ah, ¡ya maldecía al Destino que le trajera a este rincón del mundo! ¿Se pasaría las horas muertas, él también, jugando a las carambolas, al truco, arrastrando su hastío por las aceras de la plaza? ¡Ah Buenos Aires, Buenos Aires! ¿Cuándo podría volver, sano ya, a aquella gran ciudad encantadora donde tenía todo: alegría, amistades, ilusiones?