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MANUEL GÁLVEZ

— Lleve esto a la niña Raselda. Pero con mucho disimulo. Es preciso que doña Críspula no vea absolutamente nada.

Candelaria salió y volvió en seguida.

— ¿Se lo dio?

— Sí, señor.

— ¿Qué estaba haciendo?

— Muy apenada, parecía...

— ¿Y qué dijo?

— Lo rompió y se puso a llorar... ¡Pobre niña Raselda!

Durante el almuerzo Raselda no habló una palabra. Fingió dolor de cabeza, mareo, malestar. Debía haberse indisgestado. Galiani la miraba disimuladamente y ella bajaba los ojos.

Una hora antes de salir, Galiani se despidió.

— Pero si hay tiempo, Galiani. ¡Qué apuro por dejarnos!

— Tengo una cuenta en la confitería, señora... Voy a pagarla.

Doña Críspula no acababa de decir adiós a su huésped. Le dijo que era un ingrato con La Rioja, donde tanto le apreciaban, y le invitó a que volviera pronto.

— Pueda que vuelva. Psh... ¡tantas cosas se ven en la vida! ¡Pero no será por negocios, téngalo seguro!...

— ¡Ya salió! ¡Ja, ja, ja! ¡Qué Galiani éste!

De Raselda se despidió en su cuarto. Sufría, la pobre, tal dolor de cabeza que debió recostarse. Cuando Galiani, seguido de doña Críspula, llamó a la puerta de su cuarto, salió casi tambaleando, dio la mano al viajero y se entró sin mirarle.

Galiani partió por fin. Doña Críspula, con lágrimas en los ojos, vio alejarse a su huésped. En seguida se acostó a dormir su siesta.

Candelaria, en la pocilga donde dormía, contemplaba su billete. Pero no era del todo feliz. Sin saber por qué, sentía un vago remordimiento. Pensó que tal vez ese papelito que llevó a la niña fuese una cosa mala. Y debía serlo, porque sino ¿a qué le daban tanta plata? Tuvo