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MANUEL GÁLVEZ

rano, cuando el cielo se empolvaba de estrellas; las canciones de los ciegos; las serenatas, que ahondaban el misterio de las calles dormidas; los ojos de las mujeres...

Su voz se había empañado de emoción. Apuró su copa y, al cabo de un rato, exclamó:

— ¡Me gustaría volver!

— A mí también, hombre, — repitió Pérez. — Quisiera ver a doña Críspula, a don Nilamón, a Miguel Araujo... qué tipo admirable ¿eh?... a tantos otros amigos o conocidos...

Solís le dijo que todo había cambiado allí. Doña Críspula estaba con Rosario en Catamarca y era abuela de dos provincianitos deliciosos. Araujo viyía en Buenos Aires. Don Nilamón había muerto...

— ¿Don Nilamón? — preguntó el músico con profunda pena.

Y agregó:

— Era un hombre excelente, una gran alma, un gran carácter...

Solís tosió, mirando el fondo vacío de su vaso.

— ¿Y don Molina, el viejo contador de cuentos verdes? ¿Qué se ha hecho?

— Pero, amigo — dijo Solís en tono de falsa reconvención; — veo indignadamente que usted no conoce a los grandes hombres de su país. El señor Molina fué gobernador de La Rioja, y acaba de ser elegido diputado nacional.

— ¿Y qué hará en el Congreso?

— Contará sus cuentos verdes. ¿Cree usted que la mayoría de sus colegas hace algo mejor?

—¿Y Urtubey? ¿Y el Director?

— Urtubey es rector del Colegio Nacional.

— ¡No, hombre!

— Le aseguro, Pérez. ¿Para qué lo voy a engañar?

— ¡Qué país admirable, el nuestro!

En cuanto al Director, sólo sabía que en Catamarca había vuelto a ser sumariado. Como siempre, le acompañaba la señorita Rodríguez, y su señora continuaba