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EPILOGO


Cuatro años más tarde, Solís, en Buenos Aires, caminaba una noche por la Avenida de Mayo. Eran las once, y la Avenida, por ser invierno, estaba casi solitaria. Iba triste y preocupado. Creía estar de nuevo enfermo, y esta preocupación le hizo recordar sus horas riojanas. Había pasado en Salta dos años. Ahora ejercía el periodismo, en un diario de la tarde.

De pronto vio que le agarraban del brazo y le abrazaban. Era Pérez. Entraron en un bar silencioso y modesto.

—¡Hacía años que no nos veíamos! — exclamó Solís melancólicamente.

Y se contaron el uno al otro sus vidas desde la separación en La Rioja. No se habían visto desde entonces. Pérez se había marchado a París, de donde acababa de llegar y a donde regresaría muy pronto. Había estudiado intensamente y era uno de los mejores discípulos de la Schola cantorum. Estaba más hombre y apenas tartamudeaba.

Pidieron, los dos, whisky con soda, y, acodados sobre la mesa, quedaron un rato silencioso, recordando con nostalgia, sus horas provincianas.

—No lo pasamos mal, ¿verdad? —preguntó el músico.

— Yo siempre me acuerdo con cariño de aquella tierra... — dijo Solís con aire soñador.

Y pensando en Raselda, cuyo recuerdo le torturaba a menudo, habló de la tristeza poética y profunda de La Rioja. Evocó las cálidas, las voluptuosas noches de ve-