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sus ardides para no pagar las cuentas; un tercero narraba "las picardías" del viejo verde. Porque don Emerenciano era un tipo realmente extraordinario. Solía decir, contaba uno de los presentes, que "ningún sastre podía alabarse de haberle hecho pagar una cuenta en toda su vida". Era soltero. Tenía un empleo provincial, pero no iba jamás a la oficina. Se lo pasaba en la confitería, jugando a cualquier cosa o bebiendo. A la noche se le veía en los ranchos, mezclado entre gente baja, emborrachándose con las chinas en el clásico "tomo y obligo". Eos muchachos le invitaban a todos los bailecitos. Les servía de diversión, porque cuando "agarraba la tranca" le entraba por bailar y besuquear a todas las chinas. Don Emerenciano era abogado y decían que en sus buenos tiempos "fué una ilustración". Pertenecía al partido conservador, y en las manifestaciones públicas solía arengar al pueblo con discursos que quedaban célebres. Eas gentes graves huían al encontrarse con don Emerenciano. "¡Qué lástima de mozo!", decían compasivamente.

Cuando no se hablaba de don Emerenciano, se hablaba de don Eulalio Sánchez Masculino, o de Palmarín Puente, o de don Molina, o del cura Cardones que tenía pleitos con todo el mundo y hacía el amor a las muchachas. En estas conversaciones el personaje predominante era Miguel Araujo, que había hecho una buena amistad con Pérez y que ya apreciaba mucho a Solís. Miguel Araujo pasaba por ser "lo más intelectual" de La Rioja. Orador de cierta elocuencia, "cortaba muy bien" la frase, como decían los entendidos del pueblo. Hablaba mal de todo el mundo y ponía a sus víctimas epítetos terribles. Solía escribir los editoriales de El Constitucional. Los del partido conservador lo estimaban a pesar de todos los sarcasmos e ironías con que se cebaba en ellos. Araujo era cabezón, y todas sus facciones, especialmente la nariz, parecían enormes. Hablaba lentamente, como picando sus palabras, como acentuando todas las sílabas. Tenía un genio atroz y era el único hombre en el pueblo que mandaba padrinos. Se había batido una vez, a sable, con don Sofanor Molina. El duelo fué célebre, pues allí jamás