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PRIMERA PARTE



I


Fué un domingo de febrero, el último de aquel mes, cuando Julio Solís llegó a La Rioja.

La mañana, serena, tibia, dulcemente plácida, anunciaba un día de calor. El sol comenzaba a salir, y una luz apenas azulada, que no era aun la decisiva claridad del día, llenaba el ambiente. Las montañas aparecían lejanas y vagas.

Acababa de llegar el tren. La locomotora, como cansada del largo viaje, daba sus últimos suspiros. Los pocos pasajeros bajaban. Un hombre de aire tosco, medio dormido aún, con el chaleco y los botines sin prender, se refregaba, con los gordos dedos, sus ojos soñolientos. Otro viajero, desperezándose, estiraba los brazos, sacudía las piernas, bostezaba con todo el cuerpo. Se veían por la abertura de una ventanilla — cuya oscuridad acentuaban las paredes del vagón, suciamente emblanquecidas de polvo — pantalones que se movían de un lado a otro, apresuradamente, entre valijas y cajas.

En el andén, fuera de los cocheros y changadores, no había casi nadie. Solís, mientras bajaba, comparaba esta estación triste y solitaria, — estación de capital provinciana, sin embargo, — con aquellas estaciones bulliciosas de las comarcas agrícolas, que vio al comenzar su viaje. Muchachos harapientos y sucios, ofreciéndose con insistencia humilde y pegajosa para llevarle las maletas, se amontonaban a su lado. Entregó a uno sus dos valijas y las hizo subir a un carruaje.

— ¿Adonde lo llevo, niño? — preguntó el cochero.
— A la casa de doña Críspula Paredes.

Era la señora que le recibiría como pensionista. ¡Gente muy decente! había exclamado con beatitud, al recomen-