— Basta, Ernesto, no prosigas. Soberbios! magníficos! admirables! — dijo Alfonso entusiasmado. — Eso le dará una alta idea de mi talento y de mi sensibilidad.
Y arrancando una hoja en blanco de la carta de su padre, y dándole un lápiz Alfonso, exclamó:
— Cópiamelos aquí.
Una estrofa le faltaba ya para terminar á Ernesto, cuando Alfonso le interrumpió.
— Espera! Estos versos, son de autor conocido? Porque no me vaya á ver en un compromiso.
— Quiá! Son de un poetilla desconocido, de un incompris de bohardilla que se llama.... se llama.... Gonzalo Aguilar.
— Bien: me tranquilizo. Ah! Pero están publicados?
— Si.
— Diantre! Entonces no sigas: puede haberlos leido.
— No tengas cuidado. Un señor muy aficionado á versos le costeó el año pasado una edición de quinientos ejemplares, que sólo repartió á sus amigos, pues lo que es vender .... Dios guarde á usted muchos años. Yo tengo un ejemplar que me prestó un amigo mió, y que me he apropiado. Tiene bonitos versos; pero casi nadie los conoce.
— Siendo asi, vengan, — dijo Alfonso tomando el papel. — Voy á ponerlos en limpio, y esta misma tarde los entrego, y me servirán de pretexto para promover una gran escena. Hoy ha de cantar claro, ó poco he de valer.
— Courage! Si pescas la viudita, quién te tose? ¡Ochenta mil duros! Una hermosura de primissimo cartello! Qué ganga! ¡Qué suerte tienes!
— Desgraciado en el juego
— Andiamo: — dijo Ernesto llamando con estrépito al mozo, á quien pagó tuteándole. — Mañana veremos el resultado de mis versos.
— Será decisivo.
— Guira!
— Guiro!
Entre estas y parecidas humoradas salieron del café, y en las Cuatro Calles se separaron aquellos Pilades y Orestes, dándose un bastonazo en las pantorrillas y en la copa del sombrero.
— A rivederci! bonne chance! good by, — gritó Ernesto desde lejos.