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La media naranja — 295

aborrece. Cada sílaba de esa palabra parece una punzante espina de cada uno de esos labios, nacidos sólo para decir esta palabra: creo.

— Creo! já, já! ¿y quién es la mujer que puede decir esa palabra sin peligro de engañarse miserablemente?

— Usted, Clara, Vd. es esa mujer. Usted que enamora, que fascina con su hermosura, con su elegancia, con su talento, con sus incomparables gracias á quien la mira un instante. Usted que me ha vuelto loco, que me ha hecho perder la tranquilidad, el sueño, la alegría, la felicidad: Vd. que podria devolmerme todo eso con una sola palabra más corta que esas dos sílabas de incrédula con que me está atormentando. Tanto le cuesta á Vd. creer, Clara! La duda se ha hecho para el hombre: la fé es el tesoro de la mujer!

— Fé! ¿Y Vd. cree que yo no la tendría, si tantos ejemplos de la falsedad de VV. los hombres, no me hiciera mirarlos con desconfianza, cuando nó con horror? Las palabras cuestan tan poco! Sin pasar por jactanciosa me creerá Vd. si le digo que quizás puedo contar por docenas el número de hombres que me han hablado como Vd. me habla en este momento. Para atenuar el vanidoso alarde que pudiera envolver esto que le digo, le confesaré, que he tenido el modesto buen sentido de decirme siempre como Hamlet: palabras! palabras! palabras!

— Sólo con mirarla á Vd. comprendo el continuo mosconeo amoroso que atormentará sus oidos. Pero dígame Vd., Clara, ¿no tiene el verdadero amor un sello para acreditar su legitimidad? ¿No hay en los labios del verdadero enamorado las vibraciones del corazón conmovido? ¿No brilla en sus ojos algo que refleje la pureza y sinceridad del alma?

— Cuando Vd. va al teatro, ¿no ve Vd. todo eso en la voz y en los ojos del actor? ¿No pinta éste todos los dolores más intensos del corazón, y, al entrar entre bastidores, quizás prorumpe en una carcajada y se burla de las lágrimas que ha hecho derramar al público? Los hombres son VV. casi todos excelentes cómicos.

— Menos cuando amamos de veras. El verdadero amor no se confunde con nada.

— El verdadero amor no tiene más que dos pruebas infalibles.

— Cuáles?

— Las lágrimas ó los sacrificios.

— Lágrimas! ¡Si Vd. viera, Clara, las que tengo derramadas en