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La media naranja

corazón hemos podido comprender por sus confidencias á Emilia, quedó sumergida en profunda meditación.

Ahora que, absorta en sus pensamientos, no se da cuenta de lo que le rodea, aprovechemos, lector, la ocasión de observarla minuciosamente. Por lo mismo que no se cuida de que la miran, podemos sorprenderla en su natural belleza, sin temor de que sus artificios ni coqueterías contribuyan á dar un realce engañador á sus gracias y á sus encantos. Veámosla de la cabeza á los pies.

Los pies! ¿Dónde los has visto más lindos, pequeños, cambrés, y más graciosamente calzados con dos elegantes y caprichosas zapatillas escotadas? Ahora que tiene cruzada una pierna sobre otra, agáchate un poco, y por la torneada fracción de pantorrilla que descubre calcula las admirables formas de toda la unidad de esa criatura. — Basta! no te agaches más, lector, no me comprometas! Ya has visto demasiado.

Observa las encantadoras formas que se modelan entre su finísima y ceñida bata de merino blanco con adornos color de rosa. Mira sus manos que parecen arrancadas de un cuadro de Van-Dick. Contempla por la incitante abertura del escote, su tabla de pecho y su cuello, blanco sonrosado como el de un cisne al reflejo de los rojizos rayos de la aurora. Si entiendes de arte, fíjate en la maravillosa perfección de sus líneas; en el admirable óvalo de su frente, en la corrección de su nariz, en la gracia de sus rojos labios, dignos de besar sólo á los dioses; mira la suavidad y frescura de su cutis; sus pequeñísimas orejas, nacidas sólo para oír música y palabras de amor; su barba redonda y todos los detalles de su rostro. Admira el elegante contorno de su cabeza y la abundancia de sus brillantes y sedosos cabellos castaño claro. Ahora que levanta los ojos, mira entre las largas pestañas, qué pureza, qué brillo, qué expresión de inteligencia, pudor, ternura y pasión tienen sus pupilas luminosas, animadas y lánguidas, dulces y llenas de expresiva energía.

Contente, lector, que te veo ya fascinado y con tentaciones de arrojarte á los pies de esa beldad. Si como yo la hubieras visto reír descubriendo sus pequeñísimos dientes, de ese marfil más fino que el de los colmilludos elefantes; si la hubieras oido hablar, reflejando en su rostro el rayo de su inteligencia, el fuego de su corazón; si la hubieras visto en pié, alta, majestuosa como una reina, esbelta como una ondina, ideal como una maga; si hubieras