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La media naranja

y el brillo de sus cabellos flexibles y ligeramente ondulados, y al levantarla viese su rostro varonil, su frente despejada, sus cejas arqueadas, sus ojos inteligentes, expresivos, negros, penetrantes, aunque brillando á través de un lente correctamente montado en una fina nariz aguileña; quien hubiese observado su fresco y sano colorido blanco mate; el esmero y limpieza de su afeitado rostro; la suavidad de su sedoso bigote y perilla; la blancura de sus aristocráticas manos; la tersura de la pechera de su camisa; la elegancia y gusto de su traje de mañana; el lustre de su sombrero, el puno de su bastón, y sobre todo, la gallardia de su figura graciosa, llena de vigor y juventud, no exenta de cierta petulancia y de cierta expresión de orgullo y osadía; quien todo esto hubiera examinado con minuciosidad, habria pronto comprendido que aquel hombre elegante no era un Newton calculando la gravitación universal, ni un Pascal resolviendo los problemas de Euclídes.

Aquel matemático, en efecto, se ocupaba de esas matemáticas vivas, de esos cálculos tan concretos, que suelen dar con un hombre en el Saladero. Con las tablas logarítmicas de sus acreedores, trataba de resolver las progresiones aritméticas y geométricas de sus deudas. Buscaba la solución del binomio de sus apuros, estudiando las raíces y potencias de los polinomios de sus cantidades negativas é imaginarias; se atormentaba por resolver las ecuaciones bicuadradas de sus despilfarros y necesidades crecientes.

La incógnita, la X de todos aquellos problemas se resolvían siempre en esta fórmula matemática:

X = Clara
Clara = 80.000 duros.

La X no podía ser más magnífica. El problema no podía ser más infame.

Guardó Alfonso el sobre, lleno de números, en el bolsillo, y el lápiz en su cartera de piel de Rusia; miró su reló, y al ver que eran las tres y media, hizo un movimiento de impaciencia, y entre dientes dejó escapar una interjección, desahogo natural de todo español por culto y bien nacido que sea.

Mientras encendía su cigarro, que se le había apagado durante los cálculos aritméticos, y con la mano se sacudía las mangas de